La minusvalía ha sido más dura para la
mujer que para el hombre ya que sufre una doble discriminación, por tener mayor
invisibilidad y por la imposibilidad de encajar tanto en el estereotipo físico
como en el rol femenino impuesto socialmente.
Al género y a la discapacidad se le
pueden sumar categorías como etnia, orientación sexual y también situación
laboral, afectiva o grado de discapacidad. Las mujeres con poliomielitis sufren
una discriminación que proviene de un estereotipo social:”asexuadas, no deseadas,
solteras, incapaces de tener hijos y, si tienen compañeros, serían varones con
discapacidad y, si no la tienen, estarían con ellas por piedad”. Estaban
abocadas a quedarse en casa siempre protegidas.
Esta imagen no sólo fue asumida por la
sociedad, sino que fue interiorizada por las niñas con polio y contra lo que
fue muy difícil luchar en una sociedad que sancionaba el pensamiento crítico.
Los padres conciben el futuro de sus
hijos a través del matrimonio y, si tenían polio, esta opción se descartaba.
El varón con secuelas de polio si podía
aspirar a los roles tradicionales de la masculinidad, en cambio las mujeres,
aunque se les asignó el hogar paterno, se han casado en una gran mayoría; en
muchos casos ha sido una muestra de normalización y, en otras, como una forma
de escapar del entorno familiar, vivido como opresor y controlador, sin olvidar
que el grado de afectación ha sido el determinante de una opción u otra.
Este mismo grado marcó también las
actividades que se podían realizar y con quien; ni la discoteca ni el baile
ofrecía posibilidades, siendo los locales asociativos relacionados con la
discapacidad los que propiciaban el contacto y la relación entre las personas
con secuelas de polio.
Las reacciones de las familias ante la
relación de las hijas permiten valorar la presencia de estereotipos. Cuando
ambos tienen discapacidad, es significativo el rechazo de ella por parte de la
familia de él, fundamentalmente de la madre, debido a la visión asumida de
mujer-cuidadora para el hijo. Los prejuicios paternos son limitadores,
reduciendo la identidad de la hija a la única de la discapacidad y negándole la
posibilidad de poder ser querida como compañera por otras características. El
rechazo de la familia de él es asumido por ellas, porque entienden que una
madre quiere lo mejor para su hijo, mostrando la interiorización de un
estereotipo minusvalorador. En cambio, esto no ocurre si la mujer no tiene la
discapacidad porque el hombre con discapacidad puede aspirar a tener relaciones
con una mujer sin discapacidad porque es ella la que tiene el papel de
cuidadora. Es frecuente la actitud hacia los hijos de personas con
discapacidad, buscando en sus piernas rastros de deformidad.
Las personas con discapacidad han sido
infantilizadas, no solo por negarles un rol afectivo sexual adulto, sino por
considerarla improductiva y económicamente dependiente.
Permitirles estudiar o aprender
profesiones sedentarias fueron las actitudes más frecuentes, apreciando en esto
también la diferencia de género; en el caso de los hombres, los padres lo
fomentan, en cambio, las mujeres, tenían que pedir a los padres y a la sociedad
esta salida, lo que llevó a muchas de ellas a vender el cupón de la ONCE y a
partir de 1988 de los cupones clandestinos de PRODIECU y AFIM.
La discriminación laboral ha sido vivida
por hombres y por mujeres, siendo las iniciativas oficiales las que han
promovido el empleo a través del cupo de reserva en las oposiciones; el trabajo
autónomo ha sido también otra salida.
En cuanto a la percepción del cuerpo, se
ha pretendido siempre ocultar el miembro afectado, la elección del tipo de ropa
o la actitud ante una fotografía dan cuenta de ello, es frecuente la elección
del pantalón como prenda de vestir y el evitar aparecer en las fotografías de
cuerpo entero, pero este tema merece un capítulo aparte del que algún día
hablaremos